En la obra teatral Bodas de sangre, de Federico García Lorca, el personaje de la Madre del novio asegura que el día más feliz en la vida de una mujer es el día de su boda y que después la recién casada debe encerrarse en casa junto con sus marido y sus hijos, rodeada por gruesas paredes que la separen de todo lo demás. Así mismo, la escritora salmantina Carmen Martín Gaite nos explica en su novela autobiográfica El cuarto de atrás el porqué no le gustaban las novelas románticas, ya que siempre terminaban con el matrimonio de sus personajes protagonistas sin narrar nada de lo que ocurría después, como si el romance y el amor terminasen a partir de ese momento y ya no hubiese nada interesante de que hablar. Estos dos ejemplos literarios nos llevan a plantearnos un interrogante vital: ¿es posible que el matrimonio sea una institución que restringe la libertad de la mujer, impidiendo su potencial de crecimiento y enriquecimiento humano?
Si nos fijamos en el artículo 3 de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación hacia la mujer (aprobada en el seno de Naciones Unidas en 1979), se dice que “Los Estados Partes tomarán en todas las esferas, y en particular en las esferas política, social, económica y cultural, todas las medidas apropiadas, incluso de carácter legislativo, para asegurar el pleno desarrollo y adelanto de la mujer, con el objeto de garantizarle el ejercicio y el goce de los derechos humanos y las libertades fundamentales en igualdad de condiciones con el hombre”. Sin embargo, la realidad en lo que se refiere a las relaciones conyugales, en todos sus aspectos, es bien distinta.
El Objetivo número 5 de la Agenda 2030 de Naciones Unidas (que establece los 17 objetivos de Desarrollo Sostenible tendientes a fortalecer la paz universal y el acceso a la justicia, y conseguir la erradicación de la pobreza) plantea la necesidad de alcanzar la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y las niñas, como fundamento esencial para construir un mundo “pacífico, próspero y sostenible”. No obstante, las cifras aportadas por la misma ONU nos muestran un panorama preocupante a este respecto, puesto que en las últimas décadas 750 millones de mujeres y niñas se casaron antes de los 18 años; en casi una veintena de países, los esposos pueden impedir legalmente que sus esposas trabajen; y en casi medio centenar de naciones no existen leyes que protejan a las mujeres de la violencia doméstica aunque durante la pandemia mundial del COVID-19 una de cada cinco mujeres y niñas en el planeta sufrió violencia física y/o sexual por parte de su pareja.
No podemos dejar de mencionar tampoco el tema de la corresponsabilidad, es decir, la realización equitativa de las tareas domésticas por parte de ambos cónyuges. A pesar de poder tener la posibilidad de contratar personas que se encarguen del mantenimiento y limpieza de una casa, algo que no está al alcance de la mayoría de la gente, los trabajos del hogar demandan un tiempo importante. En pleno siglo XXI ya no tiene cabida el concepto del “ama de casa” entendido como una obligación de la mujer de hacerse cargo de limpiar, cocinar, lavar, planchar y otras cosas más desde que sale el sol hasta el ocaso. Si alguna fémina quiere asumir esas labores por voluntad propia, bien está y debe aceptarse y comprenderse. Pero es inaceptable que una mujer, por el hecho de serlo, asuma totalmente las tareas de casa liberando de ello al marido.
Tampoco es asumible que una mujer deba llevar sola al mismo tiempo sus responsabilidades del trabajo fuera de casa y los deberes hogareños para hacer de la vivienda familiar un lugar donde se pueda vivir dignamente. Por lo tanto, todas las responsabilidades referidas al mantenimiento de la casa y el cuidado de los hijos e hijas, si los hubiese, debe llevarse a cabo de forma compartida y equitativa, superando de una vez por todas la imagen arcaica del pater familias que llegaba a su residencia para ser atendido por su mujer-sirvienta.
Y, finalmente, si por el motivo que fuese la relación conyugal no se desarrolla positivamente y llegase incluso a afectar psicológica o físicamente a la mujer, esta debe tener la total libertad de dar por terminada dicha relación sin ningún tipo de impedimento legal, social o religioso. O lo que es lo mismo: el sistema jurídico no puede impedir ni obstaculizar el proceso de divorcio, el entorno familiar o social no puede repudiar ni condenar a la mujer que decide poner fin a su matrimonio, ni las instituciones eclesiásticas pueden condenar moralmente a la mujer descasada ni limitar sus prácticas religiosas ni espirituales por haber roto la unión bendecida por una iglesia. Pudiendo también, si así lo desea, volver a formalizar en un futuro otra relación de pareja.
Dicho todo esto, el matrimonio debe representar una iniciativa de libre elección en la cual la mujer decide compartir su vida con otra persona sin renunciar a ser quien es y continuando su proceso de crecimiento y enriquecimiento personal, sin cohibirse ni limitarse en ningún sentido y sin renunciar a su plena autonomía. Tampoco debe aceptarse ni tolerarse ningún tipo de situación negativa por parte de la pareja que pueda poner en peligro su integridad física o mental, y sin que exista ningún tipo de impedimento para poner fin a dicha relación matrimonial si las circunstancias y el bienestar de la persona lo hiciese necesario.